Socio fundador de La Red de Pueblos Gastronómicos de España, Mora de Rubielos conquista al viajero con recetas apenas alteradas con el paso de los siglos.

En el silencio pétreo de las calles de Mora de Rubielos, entre castillos góticos y portales medievales, late una gastronomía que es fiel reflejo de su historia: sobria, honesta y profundamente arraigada. Aquí, donde el aire huele a tomillo y la luz dorada acaricia los campos de la comarca de Gúdar-Javalambre, la cocina no es un mero sustento, sino un acto de memoria y respeto por los frutos de esta tierra áspera y generosa.
La despensa morana se construye sobre lo esencial. ¿Los cimientos?: Legumbres, cereal y el arte de lo humilde. Las judías estofadas, lentamente cocinadas con tocino y laurel, son un himno a la paciencia, mientras que el empedrao —esa sabia unión de alubias rojas, arroz, bacalao y acelgas— narra la historia de un territorio donde el mar solo llegaba en forma de salazón. Pero es en las migas, quizás, donde mejor se resume el alma de esta cocina: pan duro transformado en manjar con el oro líquido del aceite de conserva, ajo y los «tropezones» de jamón y chorizo. Un plato que, en su simplicidad, encierra la elegancia de lo eterno.
En las cocinas de Mora, el ternasco asado (amparado por la IGP Ternasco de Aragón) se sirve con la crujiente piel dorada, acompañado apenas por unas patatas o un puñado de romero. El conejo, ya sea escabechado o al ajillo, habla de la tradición cinegética, mientras que las perdices en escabeche —herencia de las despensas invernales— muestran el ingenio para conservar. Pero es el cerdo, rey indiscutible, quien brinda sus mejores joyas: el Jamón de Teruel DO, de dulce untuosidad, y las morcillas —de arroz o cebolla— que perfuman las matanzas.
En Mora, hasta el aceite guarda historias. El aceite de conserva, en el que se maceran carnes y embutidos, es un elixir que impregna migas y guisos. Y en invierno, la trufa negra (Tuber Melanosporum) emerge como un diamante entre la nieve, aromatizando desde huevos hasta patatas. Para cerrar, la repostería ofrece tortas de alma —de masa fina con miel, azúcar y calabaza— o la tortilla de pan con bacalao, donde la miga humilde se ennoblece con nueces y el pescado salado.
El viajero más gourmet no puede irse de Mora de Rubielos sin cumplir tres mandamientos. El primero de ellos es probar migas con tropezones, empedrao y ternasco asado. El segundo es buscar en las carnicerías locales la mejor morcilla de cebolla de la zona. El tercero es maridar estos sabrosos manjares con un vino de la tierra, robusto como estos paisajes.
Comer en Mora de Rubielos es viajar a un tiempo en el que cada ingrediente tenía un propósito y cada plato, una estación. Hoy, entre sus mesas, aún se escuchan los ecos de los monjes franciscanos, los señores de Heredia y las manos anónimas que supieron convertir lo escaso en sublime. Porque aquí, como decía un viejo cocinero del lugar, «la grandeza no está en la abundancia, sino en saber escuchar a la tierra». Porque Mora no se visita; se paladea. Lentamente, como sus guisos.
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